6 de agosto de 2008

Escuela Primaria de delincuencia

Escuela Primaria de Delincuencia


Caminando por la calle Tacuarí, al llegar al 760, se encuentra un edificio pintado de verde obscuro, con ventanas adornadas de cortinillas blancas y en el frente un letrero que dice Alcaidía Policial. Depósito de Menores.

Si usted lleva una orden de la Jefatura de Policía, se le permite entrar. Lo atiende un señor muy amable, que es el director; o, en su defecto, otro señor tan amable como el director, que es el subdirector.

Este señor, o ambos, o cualquiera de los dos, le pregunta a usted cuál es el objeto de su visita, y si usted le explica que es periodista, resulta casi fatal que ambos, o cada uno por su cuenta, se quejen de los brulotes que les han encajado los periodistas, injustamente, responsabilizándolos… Pero no nos anticipemos… o sí, anticipemos. Se quejan, como decía, que se les haga responsables del inmenso desorden, de la espantosa desorganización que rige el mecanismo de esta institución, que a pesar de pertenecer a la policía, está al servicio directo de la delincuencia, constituyendo un vivero de criminales futuros.

Pero como conversando se entiende la gente, director, subdirector, ambos a la vez, o cada uno por su cuenta, llegan a demostrarle a usted que ellos no pueden hacer absolutamente nada contra lo que ocurre allí, como no sea mantener un orden aparente y una limpieza efectiva.

La higiene es lo único que puede elogiarse, sin temor a mentir ni exagerar, en el Depósito Policial de Menores.

Los pisos están barridos, las camas arregladas prolijamente, como en un cuartel, los niños en clase. Y aquí pare de contar.


El cocktail del diablo


Entra usted en un aula. En los primeros bancos distingue purretitos de seis o siete años. Enfundados en un uniforme azul, parecen pajaritos. En los últimos bancos se encuentra usted
truculentos pelafustanes de cabeza rapada, cráneo biselado por asimétricas caídas de bóveda, y, como es natural, usted pregunta:

¿Por qué está ese chiquilín aquí?

La madre lo trajo porque no puede tenerlo en su casa.

Perfectamente, ¿y ese grandote?

Por matar a una hija.

¿Y ese otro?

Es un degenerado…

¿Y ese chiquilín?

Robó una botella de vino.

Es el cocktail del diablo. Junto a la criatura, totalmente inocente, encuentra usted al futuro cliente de la silla eléctrica, si aquí existiera una silla eléctrica.

Su acompañante y guía, en ese infierno, le dice, a modo de disculpa:

Aquí nosotros no hacemos nada más que cumplir las órdenes de los jueces. Pero como el local no es apropiado, resulta que no pueden separarse a los menores delincuentes de los que no lo son… Si usted quiere conversar con los chicos…

Llámelo a ese rubito.

El rubito viene corriendo. Siete años de edad. Ojos con esperanza y asombro. Modosito.

¿Por qué estás vos aquí?

Me trajo mi mamá.

¿Trabaja tu mamá?

Sí, es sirvienta.

Síntesis dramática. La madre del varoncito, tiene además una hija menor a éste. La dueña de casa donde la sirvienta trabaja, permite a su criada que lleve a la nena; al varón no porque los chicos dan muchas molestias. ¿Qué podía hacer la sirvienta? ¿Quedar agradecida de que le dejaran acompañarse de la nena y buscar un lugar seguro donde depositar a su chico? Alguien le indicó el Defensor de Menores. Y el Defensor de Menores… ha resuelto tranquilamente el problema, enviando a la criatura a un depósito de menores delincuentes, muchos de los cuales son degenerados por sus ocho costados. Pero, la madre ignora semejantes lindezas. Y es posible que el Defensor del Menores también diga que las ignora… Y entonces aquí no ha ocurrido nada. Todos somos inocentes y este planeta es el mejor de los mundos.

Se sienta el rubito, y llamo a un grandote simpático, de diez y siete años de edad. Viene rápidamente hacia mí, sonriéndome como si yo fuera su hermano o su padre, y pudiera resolverle un problema dificultoso.

¿Por qué estás aquí, vos?

Por haber robado doscientos cinco pesos.

No está mal para empezar. (Sonrisa de agradecimiento.) ¿Y para qué querías ese vento?

Me guiñó un ojo, con toda confianza, y dice:

Era para asaltar al pagador de Agronomía, ¿sabe? Yo tenía todos los datos.

Pero mi hijo… El pagador se iba a resistir. ¿Qué hubieras hecho vos?

Y, entonces lo hubiera tenido que matar. ¿No le parece?

Se expresa con tanta naturalidad y sencillez, y sus ideas son tan claras para él mismo, que uno termina por aceptar que, en efecto, es natural que el ciudadano se despachara al pagador de Agronomía, si éste se resistía…

Bajamos. En un patio, un chico sumamente simpático que se cuadra cuando pasamos frente a él.

Y este mocito tan simpático, ¿por qué está aquí?

Condenado a quince años de presidio.

¡Quince años!

Sí, es Ricardo Reyes, que el 1 de enero mató a una vieja a puñaladas.

¿Qué edad tiene?

Diez y siete años. (Continuaré mañana)

[El Mundo, 26 de septiembre de 1932]


Escuela Primaria de Delincuencia (Segunda parte)


¿Quiere visitar la enfermería del Depósito, señor?

Cómo no.

Me acompaña el maestro de los chicos delincuentes. En la enfermería, una criatura tuberculosa. La salivadera con manchas de sangre. Seguimos adelante. Un muchacho de diez y seis años en otra cama. Boca fina, labios sinuosos: un enfermo distinguido.

¿Quién es Ud.? ¿Por qué está aquí?

Por matar vigilantes, con mi auto.

Se trata de un niño bien. Manía de la velocidad. La familia paseando en Europa y él, por distraerse del aburrimiento, atropellando con su voiturette a cuanto infeliz se le ponía por delante. A disposición del Juez de Menores. Alguien me informa:

Además de asesinar gente con su auto, es clínicamente un depravado.

Salimos. En el patio un mocosito:

¿Y vos…?

Por robar una bicicleta.

Es extraordinaria la cantidad de chicos que se encuentran en el Depósito de la calle Tacuarí por robar bicicletas. En una visita anterior encontré a una criatura de siete años detenida por robar una botella de vino. Hay otros, en cambio, que están detenidos por nada.


No conocen al Juez


La primera anormalidad que salta a la vista en las declaraciones de los chicos detenidos, evidencia que éstos no conocen al Juez que entiende en su causa, no conocen al Defensor, ni conocen a nadie, como no ser a sus maestros y los celadores que no tienen el conocimiento científico necesario para desempeñar tales funciones.

Lo menos que se le ocurre a una persona sensata es que el Juez o el Defensor debía conocer a los pequeños presos en su jurisdicción, conocer de inmediato la calidad moral del detenido, cerciorarse por sus propios ojos que no se ha cometido una injusticia o una monstruosidad al encerrar a un pequeño entre delincuentes, pero no ocurre tal. La mayoría de las respuestas de los chicos revela que el Juez o el Asesor tramitan dichos asuntos por oficio, menos por el conocimiento directo con el damnificado.

Y es entonces cuando del conjunto de este mecanismo se desprende la más descomunal falta de lógica y congruencia que puede pretenderse que encierre un sistema preventivo y penal.
La policía, el juez o el diablo, encierran a los chicos en el infierno de la Alcaidía para librarlos de la perniciosa vagancia y de las amistades delictuosas que pueden contraer en la calle…

La intención es ingenuamente buena… Pero el caso es que para librarlo al chico de las amistades delictuosas se le encierra precisamente entre delincuentes de todas las calañas, entre degenerados de las variaciones clínicas más diferenciadas y entonces la evidencia salta con mayúsculas espantosas:

LA JUSTICIA ESTÁ FABRICANDO DELINCUENTES CON CRIATURAS QUE NO TIENEN ABSOLUTAMENTE NADA DE DELINCUENTES.


Los mayores depravan a los menores


Mayores y menores conviven en el comedor y en los dormitorios en una promiscuidad de edades que sugiere lo que en el artículo de un periódico no se puede decir al público.

Importa poco que la criatura albergada en el Depósito haya sido alojada allí por pedido de su madre. Alternará, comerá codo con codo, jugará con el otro detenido acusado de cualquier delito, con experiencias que le comunicará en el trato diario.

Si el niño ingresó allí inocente, saldrá pervertido. Si tenía residuos morales, esos vestigios serán anulados por sus compañeros. El mayor presiona sobre el menor con toda la intensidad de su perversión específica. No es suficiente la vigilancia de los celadores, ni de los maestros. Las cosas ocurren allí como en cualquier establecimiento penitenciario. Luego los maestros se asombran, y le dicen al visitante, moviendo patéticamente la cabeza:

El noventa por ciento de los que ingresan al Depósito de Menores vuelven… vuelven acusados de delitos más graves…

Lo bueno sería que no reingresaran y menos con acusaciones efectivas. La primera detención en el Depósito ha sido lo suficiente poderosa para pudrirles formalmente. Allí aprende las artes del robo, de la simulación, de la astucia. Para un chico que vive entre delincuentes lo terrible sería no adquirir la capacidad de delinquir que evidencian los mayores, ¡y qué mayores!

Allí se alojó Cocuccio, el famoso menor jefe de una banda de minores asaltantes y asesinos. Los pequeños lo mirarían con la misma admiración con que nosotros hemos admirado a Firpo o a Justo Suárez. Y pretender que un chico no admire a un delincuente, es pedirle peras al olmo.

Tanto admiran a los delincuentes que voy a citar un caso que me narró un profesor:

En el Depósito se permitía la entrada de revistas policiales. Una noche los chicos prepararon un fuga espectacular partiéndole la cabeza a un sereno y levantando el alambre, Interrogados, respondieron que habían aprendido la táctica de fuga en la revista policial.

[El Mundo, 27 de septiembre de 1932]


Escuela Primaria de Delincuencia (Tercera parte)


¿Qué dicen los maestros de los menores delincuentes? Es interesarte escuchar sus opiniones, pues ellos revelan un desaliento profundo frente al desorden que rige el mecanismo de Depósito de Menores, y las instituciones en relación con él.

Nosotros no podemos hacer nada en favor de estas criaturas, mientras que la justicia amontone en un mismo establecimiento aulas, dormitorios y comedores, al chico honesto con el criminal nato, a la criatura traviesa e inocente con el degenerado y el perverso. Las clases que abarcan desde primero a quinto grado carecen en absoluto de eficacia. Lo que los chicos aprenden es nulo, y sólo se deciden a estudiar algo cuando se les interesa diciéndoles que el juez pondrá en libertad a los que demuestran condiciones para el estudio. Algunos son mentalmente tan atrasados que su verdadero lugar sería en un Instituto de Retardados Mentales. A este caso voy a contar una anécdota:

El maestro se encuentra dando clase de historia. Llama a un chico acusado de hurto y que es-taba distraído, para preguntarle:

¿Quién fue San Martín?

No sé, señor. Yo no estoy complicado en ese asunto.


Se aburren


Los chicos se aburren desesperadamente. Las cuatro paredes del Depósito no son de lo más adecuado para hacer bailar de alegría a nadie. Y menos a una criatura separada de su familia.

Hasta hace cinco años la disciplina era rigidísima. Se les castigaba corporalmente. La entrada de maestros jóvenes hizo cambiar el sistema. Me atengo a informaciones de ellos.

Actualmente no se les pega. Se les aburre con tres horas en clase. Y las tres horas de clase tie-nen la finalidad de evitar que los mayores, en el recreo y las horas libres, se entretengan en pervertir a los menores.

Delincuentes, niños sin padres o sin tutores responsables, contraen allí en el Depósito la necesaria amistad para que el día que salgan a la calle no tengan mucho trabajo para buscar un cómplice. Se perfeccionan en el delito sin que maestros o celadores se hagan la menor ilusión respecto a las posibilidades de reforma de aquéllos.

Nosotros me dice un maestro necesitaríamos un establecimiento grande, con divisiones para menores que nunca han delinquido y para aquellos que están acusados en primer grado. Necesitaríamos un laboratorio de psicología experimental… porque muchos menores, que nosotros, por experiencia, clasificamos como anormales, los médicos de tribunales, de una sola ojeada, los clasifican de normales. Se evidencias las contradicciones más monstruosas entre el juicio de un médico, de un juez y de un maestro de menores. Las conclusiones son las siguientes: el chico es enviado de un establecimiento a otro, en el noventa por ciento de los casos, sin el menor criterio científico.


Nadie tiene la culpa


Y allí, ¡nadie tiene la culpa!

La policía se lava las manos, diciendo que ellos no tienen la alcaidía para refugio de menores sin hogar. Los maestros se disculpan, observando, y con razón, que todo aquello que les pueden enseñar a los chicos es anulado por los mayores delincuentes que conviven en el conjunto. El director del establecimiento, a su vez, arguye que el edificio es pequeño y que él no puede hacer milagros; la justicia pretexta detener a las criaturas para librarlas del contagio de la delincuencia callejera; el juez de menores y los defensores, no sé de qué modo se justifican; los médicos, que aseguran que un menor es un degenerado cuando no lo es, y que no lo es cuando lo es, como afirman los maestros prácticos en esto de analizar a los chicos…

Se ha llegado al colmo de lo irrisorio, y las contradicciones son ya tan monstruosas que la única conclusión que se desprende del examen de ellas, es la siguiente:

Nuestra sociedad, con o sin culpa, está fabricando delincuentes. Y los jueces lo saben. No pueden ignorarlo; están en la obligación de no ignorarlo.

El depósito de menores es un antro de corrupción. Sin tino, sin el menor escrúpulo moral, se encierra en él a criaturas cuyas travesuras interpretadas maliciosamente pueden ser clasificadas como delictuosas. Se toma como pretexto para fabricar menores delincuentes el hecho de que sus padres no pueden atender a sus necesidades en una forma correcta. Y para corregir un pequeño mal, se crea un mal mayor. Infinitamente mayor.

Lo dicen los maestros: Aquellos que entran al Depósito, salen; pero vuelven…

Lo antinatural sería que no volvieran, con los técnicos en delincuencia que están allí confinados pero con libertad para darles, a los que las ignoran, cátedras de robo, de vicio y de crimen.


Se aburre uno


Me dice un detenido de 16 años:
Se aburre aquí uno.
¡Cómo no se van a aburrir! Ni talleres para enseñarles alguna profesión hay allí.

Para salvar las apariencias se han instalado clases, que por otra parte tienen la ventaja de evitar que los encerrados conviertan la casa en un infierno. Eso es todo lo que se ha hecho por ellos. Nada más.

Lo más grave del caso es que artículos como el que el autor escribe, tienen la ventaja de remover el avispero pero durante algunos días. Luego todo vuelve a su curso normal, si es normal que un establecimiento policial tenga la directa inmediata función de fabricar chicos, la mayor parte traviesos, criminales futuros.

[El Mundo, 28 de septiembre de 1932]


Escuela Primaria de Delincuencia (Fin)


Con esta nota doy fin a las impresiones que he recibido de mi visita al Depósito de Menores Abandonados y Delincuentes, de la calle Tacuarí.

De lo que he escrito anteriormente, se desprende que la institución es un desastre. No llena ningún fin, como no sea engrosar las filas de la futura delincuencia.

El visitante inexperto encontrará allí chicos de todas las edades, uniformados con un traje azul, aulas limpias, dormitorios en orden y camas bien tendidas. Y nada más. Bajo esta apariencia de orden y de limpieza, camouflage eterno de todas las instituciones inútiles, se oculta el cáncer de una amenaza social:

Todo chico que en un momento de estupidez cometa una travesura peligrosa está amenazado por la justicia (que se propone corregirlo) de ser encerrado allí, para que allí, en vez de corregirse, se eche definitivamente a perder.


Quiénes son los culpables


¿Quiénes son los culpables de este desastre?
Los padres. Muchos menores son hijos de hogares constituidos irregularmente. No puede inculparse a un menor de no tener padre o madre, ni de carecer de ese indispensable sentido moral necesario para convivir en la comunidad.

¿La policía?

La policía se limita a proceder de acuerdo a instrucciones previas. Cuando un menor delinque, la función de la policía es colocar a este menor bajo la jurisdicción de un juez, para que el juez lo juzgue.

Llegamos entonces a los jueces.

¿Son culpables los jueces?

Creo que son los únicos culpables, y son doblemente culpables porque no existiendo una jurisprudencia adecuada respecto al menor, ni instituciones que encierren en su funcionamiento una garantía severa para salvar al menor, actúan frente a éste con más crueldad, por omisión, que ante los mayores de edad.

Un análisis simple:

En el Departamento de Policía, los cuadros de detenidos están divididos de acuerdo a un criterio simple, pero aceptable, incluso para los mismos detenidos. A un acusado sin antecedentes no se lo encierra jamás en el cuadro quinto entre profesionales de la delincuencia.

¿Por qué no se procede con el mismo criterio respecto a los menores? ¿Por qué se encierra al chico acusado por vagancia en el mismo local donde se encuentran menores cuya peligrosidad es infinitamente superior? ¿Por qué se aloja al niño cuya madre no puede mantenerlo en el mismo establecimiento donde el degenerado, el ladrón o el asesino conviven en armoniosa amistad?

Saltan a la vista lo que pueden contestar los jueces:

Nosotros no tenemos locales adecuados.

Frente a tal contestación no cabe sino otra:

Si no tienen locales adecuados, técnicos educadores adecuados, no priven de su libertad a un menor y menos para encerrarlo en una escuela de delincuentes.

La monstruosidad que se revela en este procedimiento, escalofría; sobre todo si se la contempla en el interior del mismo Depósito.

Encerrar a un chico porque ha robado una botella de vino o no ha devuelto la bicicleta que había alquilado, en compañía de otro menor que psíquicamente es un delincuente nato o un degenerado, es un contrasentido que no tiene nombre.

Y más contrasentido lo es si se considera que jueces, maestros, directores de establecimientos de esta naturaleza, NO CREEN EN LA EFICACIA DEL PROCEDIMIENTO.


Y como nadie cree…


Y llegamos al fin.
Como los maestros no creen que sus lecciones puedan reformar a un chico, ni los jueces tampoco lo creen, ni los celadores, ni nadie, nos encontramos en presencia de un mecanismo inútil, que funciona porque sí, entre el pesimismo de aquéllos que debían estar dedicando todas sus energías a la solución del problema, porque para ello el Estado les paga.

Unos se inculpan a los otros, y todos, a su vez, reposando en la convicción de que nada pueden hacer, dejan que el mecanismo del Depósito trabaje naturalmente; y la función natural de este Depósito de Menores es destruir cuanto poco bueno puede tener un menor que cae allí adentro.

Y este terrible desorden se ha prolongado a todas las instituciones de menores. Ni una sola llena las funciones para las que ha sido creada. El escepticismo de los de arriba ha reflejado en
los de abajo, y la preocupación de todos estos funcionarios casi perfectamente inútiles, es una sola: no ser atacados por los periódicos. El resto les interesa escasamente.

Y como todo se contagia, a nuestra vez, nosotros los periodistas, que encaramos semejantes problemas, tenemos la íntima convicción de que toda campaña contra estas instituciones es perfectamente inútil. Durante dos o tres días las gentes comentan las anomalías que el diario les ha revelado, luego se olvidan. Nada se hace en favor de los menores. Y el terrible problema quedará en el aire hasta que venga otro que escriba estas notas… y la gente vuelva a olvidarse.

[El Mundo, 29 de septiembre de 1932]